domingo, 19 de febrero de 2017

Te la encontrarás un día en un café leyendo un libro o sentada en un banco del parque en plena tarde de lluvia. Te fijarás en ella, en cómo disfruta alargando su café al máximo para poder permanecer más tiempo leyendo en ese lugar, o en cómo coloca las palmas de las manos hacia arriba para sentir la lluvia sobre las yemas de sus dedos. Te cautivará su manera de disfrutarlo todo lentamente, su manera de acariciar la realidad para luego saborearla poco a poco, su manera tan sensible de apreciar la vida. Despertará en ti una curiosidad que sabes que sólo podrás saciar conociéndola más. Te acercarás y le preguntarás si puedes sentarte con ella. Te dirá que sí y te quedarás embobado mirándola, sintiendo que estás ante un delicado trocito del mundo. Empezaréis a hablar y te enamorará su manera de sonreír y de sonreírte a ti. Entonces le pedirás su número de teléfono y le prometerás que la vas a llamar al día siguiente. Ella esperará esa llamada, pero tú no la harás ese día porque estarás muy ocupado con unas y otras cosas. A los cuatro o cinco días, al fin la llamarás con la intención de salir a cenar. Te disculparás por no haberla llamado el día que prometiste que lo harías, y ella te dirá que no pasa nada, que no te preocupes, que todo está bien. Entonces saldréis a cenar. Hablaréis toda la noche e iréis descubriendo cosas el uno del otro. Tú, en concreto, descubrirás que en su tiempo libre le gusta pasarse horas en la cocina haciendo galletas, que hay pocas cosas que la relajen tanto como tocar el piano y que le encanta retratar a desconocidos con su vieja Polaroid para instantes después poder escribir sobre la foto que se acaba de imprimir "Madrid, 2009". Le emociona la magia de capturar el momento y poder guardárselo en un bolsillo. Te gustará cada vez más. Después de varios encuentros, empezaréis una relación, aunque tú jamás querrás ponerle ese nombre, y poco a poco te irás enamorando de ella. Sabes que es amor porque sólo el hecho de "pensarla" te acelera el corazón. Aún así se te olvidará llamarla en varias ocasiones, llegarás tarde a alguna de esas cenas que ella ha preparado durante horas y no le prestarás demasiada atención cuando te cuente algún secreto de esos que nunca antes se había atrevido a contarle a nadie. Pero no pasa nada. Ella te perdonará esas pequeñas cosas y siempre te recibirá con una sonrisa cuando aparezcas en su casa. Siempre lo hace. Y tú lo sabes. Un día tendréis vuestra primera discusión, os enfadaréis el uno con el otro, pero tampoco pasará nada, porque ella acabará cediendo, bien porque no tenía la razón, o bien porque sí la tenía, pero prefería perderla antes de seguir discutiendo y pasando un mal rato contigo. Otros días, estarás desanimado o agobiado por lo que sea, y ella te escuchará, te apoyará y te convencerá de que todo tiene un lado bueno. Te sonreirá, y a ti te parecerá que el mundo vuelve a equilibrarse, vuelve a estar bien. Algunas veces, ella también se sentirá desanimada o agobiada, pero no te lo dirá si cree que tú puedes estarlo también. Se callará, y de nuevo te escuchará, te apoyará y te hará creer que el mundo no es tan malo. La querrás porque sabes que es generosa en cualquier aspecto en el que puede serlo. Y ella te querrá porque siente que probablemente esté delante de la persona que más la ha querido en toda su vida. Con el paso del tiempo, y una vez ya tengáis confianza absoluta, te permitirás el lujo de obviar cosas que para ella son trascendentales. Un día, ella te sentirá lejos, de pocas palabras, esquivo, y te preguntará qué te pasa. Tú le dirás que sólo estás cansado, que no pasa nada, que no se preocupe. Ella te dirá que te cree pero no lo hará, y cuando tú no puedas verla, se entristecerá y llorará. Pensará en las miles de razones por las que hayas podido dejar de quererla. Y entonces, cuando ya le duela tanto que no pueda respirar, se atreverá a preguntarte que si ha hecho algo malo, y si puede cambiarlo. Tú la mirarás, la abrazarás mientras se calma y deja de llorar, y te darás cuenta de que tienes entre tus brazos a una persona terriblemente insegura y asustada que necesita que la quieran mucho y bien. Ahí es cuando empezarás a pensar que le han tenido que hacer mucho daño antes, y que no se lo merece. Querrás conocer a ese hijo de puta que la hizo cada vez más pequeñita, el que la convirtió en una persona tan insegura, el que hizo que algunas noches demasiados miedos se metan en su cama dispuestos a robarle el sueño y le enseñó lo que significaba estar sola aún rodeada de gente. Querrás partirle la cara al que evitó que brillase tanto por dentro como lo hacía por fuera.


Y una mañana, te lo encontrarás frente al espejo.


viernes, 20 de enero de 2017

La ciudad de las estrellas (La La Land)

Título original: La La Land
Año: 2016
Duración: 127 min.
País: Estados Unidos
Director: Damien Chazelle
Género: Musical. Romance. Drama. Comedia.
Productora: Summit Entertainment /Gilbert Films / Impostor Pictures / Marc Platt Productions




No me gustan los musicales. Asisto al cine con un ápice de desconfianza por saber que lo que voy a ver tiene algo de musical, pero también con enorme curiosidad por todo lo bueno que he escuchado y leído sobre ello.

Empieza la película con un número musical en mitad de un atasco que hace que recuerde de nuevo por qué no me gustan los musicales. Sin embargo, le doy una oportunidad a este filme, y minutos más tarde, empiezo a sentirme bien. No sólo eso, sino que empiezo a sentir muchas otras cosas. Todas buenas.

Porque La La Land es música, sí, pero sobre todo es amor. Amor por esa música, por los sueños, por las noches en las que uno decide intentarlo una vez más, amor por la gente que cree en algo y lo defiende y lo cuida con su vida. Amor por el cine.

La película logra, en algunos momentos, ciertos instantes de intimidad que te hacen estar dentro de la pantalla a ti también, emocionándote como un niño o viendo el modo en el que se te eriza la piel. Ocurre, por ejemplo, cuando ella acaricia su mano por primera vez en un cine en el que, para ellos, estaban sólo los dos. Vuelvan a ver esa escena, vuelvan a pensar en esos diez segundos y díganme que no han sentido nada. Vuelvan a verla y díganme que el corazón no ha querido salírseles del pecho. Para mí esa escena, ese momento, es puro cine. Una emoción tan hermosa por la que te quedarías a vivir en esa butaca.

Hay, además, en los ojos de Emma Stone, todo un diccionario de emociones que se acaban colando bajo cada uno de los poros de tu piel hasta hacerte sentir que eres tú, y no ella, quien está sobre ese escenario muriéndose de ganas de llorar porque, al final, él no vino. Ella le esperó, miró al fondo de esas butacas que eran todo su mundo; le esperó, pero él no vino.

Por eso películas como esta me reconcilian con el cine y hacen que me vuelva a enamorar.

Porque a veces no te gusta alguna cosa (a mí no me gustan los musicales, y a Mia no le gusta el jazz), hasta que aparece alguien que la ama, te enseña el modo en que la ama, la pasión encendida con la que defiende esa pequeña cosa, y entonces, no sólo deja de no gustarte, sino que la acabas amando tú también. Y ahí radica el gran mérito de Damien Chazelle, en hacer que nos enamoremos de algo por lo que habríamos apostado no enamorarnos jamás. En hacer que yo, alguien a quien poco o nada le gustaban los musicales, se enamore de La La Land.

Háganme caso.
Vayan a verla.
Sueñen.
Y siempre, siempre, siempre, sigan a su corazón.